1. La identidad y la gracia de aquellos que han resucitado con Cristo
Al observar Colosenses 3:1: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo…”, descubrimos que esta sola frase resume la identidad del creyente y la profundidad de la gracia. En la carta a la iglesia de Colosas, el apóstol Pablo señala desde el capítulo 2 cómo las posturas legalistas y la influencia de la filosofía helenista estaban sacudiendo la iglesia. Sin embargo, al llegar al capítulo 3, comienza la exhortación directa: “buscad las cosas de arriba”, enfatizando la “nueva vida” del cristiano que ha sido salvo. El inicio de este nuevo modo de vida, expresado en “si habéis resucitado con Cristo”, no es un simple lema, sino el evento que transforma por completo la existencia del creyente.
Pablo recuerda el tema de Gálatas 2:20: “con Cristo estoy juntamente crucificado”, y al mismo tiempo destaca la esencia de la salvación: “resucitar con Cristo”. El ser humano, que por el pecado estaba destinado a la muerte, obtiene la vida eterna gracias a la cruz y a la resurrección de Jesucristo. De esta manera, se convierte en un ser completamente distinto. Para el creyente, la identidad anterior ya no aplica; ahora es un ser nacido de nuevo en Cristo, un poseedor de riqueza espiritual, un receptor de gracia. Cuando se declara que “todos han muerto”, no se trata de una expresión meramente formal, sino de un cambio real: el poder del evento de la cruz transforma por completo nuestra esencia.
¿Qué significado concreto encierra la frase “Si, pues, habéis resucitado con Cristo”? En ella se halla la verdad paradójica de quien parece pobre pero ya es rico. Desde el punto de vista del mundo, la riqueza se mide según la abundancia económica, la posición social o la fama. Sin embargo, la riqueza en Cristo consiste en la libertad del pecado y la promesa de la vida eterna, que es el mayor valor. Por tanto, aunque no persigamos las glorias y riquezas terrenales, tenemos la capacidad de humillarnos y de empobrecernos con libertad, basándonos en la riqueza espiritual que ya poseemos. En este sentido, el llamado a “hacerse pobre” no alude al ascetismo o a la mortificación, sino a la actitud de no tener que rendirse ante los bienes materiales o la fama mundana, puesto que ya somos ricos espiritualmente.
Esta “riqueza espiritual” proviene de la gracia. No se basa en ningún mérito o habilidad humana, sino únicamente en el poder de la cruz de Jesucristo y de su resurrección, que nos ha sido dado. Por eso podemos disfrutarla plenamente. No obstante, incluso luego de recibir esta gracia, seguimos luchando internamente con patrones de pensamiento mundanos: el afán de posesión, el afán excesivo de éxito terrenal, o la tendencia legalista de creer que nuestros logros se basan en nuestro propio mérito. Pablo se refiere a todo esto como “las cosas de la tierra” e insiste en que, si hemos resucitado con Cristo, debemos dejar atrás esa antigua forma de pensar.
Entre los pastores que predican y enseñan este mensaje cristocéntrico y lo aplican al presente, el pastor David Jang destaca frecuentemente lo siguiente: “Si ya hemos recibido la vida eterna mediante Jesucristo y la esperanza de la resurrección se ha hecho real, entonces nuestra actitud y perspectiva de vida deben cambiar fundamentalmente”. El mensaje insta a no dejarnos arrastrar por los valores del mundo, sino a “buscar las cosas de arriba” y vivir como corresponde a quienes son del cielo. No se trata de la vida de una élite especial, sino de la identidad que todo cristiano debe disfrutar. “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba” es precisamente el punto de partida de este énfasis.
Un detalle interesante es que esta enseñanza no aboga por una visión meramente abstracta de “rechazar las cosas de la tierra”, como si tuviéramos que ingresar en un monasterio o romper por completo con la cultura contemporánea. Más bien, propone vivir con mayor plenitud y libertad, puesto que ya poseemos “las cosas de arriba”. Cuando vivimos con base en la riqueza espiritual, los bienes o la fama mundana dejan de ser la norma absoluta. La gente a menudo envidia la prosperidad material que se ve externamente, pero el creyente, que ya lo posee todo en Cristo, puede usar esa libertad para servir al mundo. Puede tender la mano al necesitado, sacrificarse y hasta empobrecerse voluntariamente, ya que es un heredero en última instancia. De esta forma, somos “pobres y, sin embargo, ricos” y, como dice 2 Corintios 6:10, “no teniendo nada, mas poseyéndolo todo” podemos vivir esa paradoja en la práctica.
La expresión paradójica “podemos empobrecernos porque ya lo hemos recibido todo” se vincula estrechamente con la vida de Jesucristo. Él, siendo igual a Dios y dueño de la gloria celestial, se despojó a sí mismo tomando forma de siervo y murió en la cruz. Su vaciamiento y sacrificio son una invitación para que los creyentes lo imiten. Sin embargo, quienes responden a esta invitación no llevan una vida solo de sufrimiento, sino que, como participantes de la gloria, avanzan en la senda de la entrega con una esperanza firme y un gozo interior.
Cuando Pablo dice “Si, pues, habéis resucitado con Cristo”, no se queda en el mero enunciado doctrinal. Es un llamado a poner en práctica la realidad de que nuestra rutina cotidiana ya ha cambiado y nuestro ser ha sido renovado, de modo que actuemos conforme a esa verdad. El creyente, “muerto y resucitado con Cristo como nueva criatura”, debe vivir siempre consciente de esta identidad. Solo así podrá desechar con valentía “las cosas de la tierra”, tales como la inmoralidad, la impureza, la pasión desenfrenada y la avaricia. Es la experiencia de la gracia —“he sido crucificado con Cristo y Cristo vive ahora en mí”— la que nos motiva a vivir de manera diferente.
En sus predicaciones y conferencias, el pastor David Jang también recalca frecuentemente lo asombrosa que es la nueva vida que hemos recibido y la gracia que se manifiesta en Cristo, así como la manera en que se aplica de forma real a nuestro día a día. La afirmación de que “ya hemos resucitado con Cristo” significa que no necesitamos vivir más bajo la autoridad del pecado y de la muerte, sino que podemos cumplir con cualquier servicio y compromiso con la perspectiva gozosa que da la esperanza en el reino de Dios.
Además, esta nueva forma de vida, basada en la gracia, no se limita a cambiar el interior de cada uno. También produce frutos de gracia y verdad en la vida de la comunidad eclesial y de toda la sociedad. Cuando descubrimos la “identidad y la gracia” de quienes han resucitado con Cristo, nuestra mirada se dirige de forma natural a “las cosas de arriba”. En este sentido, la exhortación que sigue en Colosenses 3:1, “Buscad, pues, las cosas de arriba”, surge como una consecuencia natural de la verdad descrita previamente.
En resumen, “Si, pues, habéis resucitado con Cristo” declara que hemos muerto y hemos vuelto a la vida, recibiendo así una nueva identidad. La gracia en Cristo difiere tanto de los méritos que exige la ley como de la riqueza terrenal. Rompe el poder del pecado que reside en nosotros y nos invita a la vida eterna. Cuando tomamos conciencia de esto, podemos abandonar libremente los deseos mundanos y disfrutar la verdadera riqueza espiritual que solo Dios nos da.
2. “Buscad las cosas de arriba” – Los desafíos seculares y el cambio al modo espiritual
Cuando Pablo exhorta a la iglesia de Colosas: “Buscad las cosas de arriba” (Colosenses 3:1), no está recomendando una actitud escapista de “mirar solo al cielo”. Por el contrario, aunque vivimos en medio del mundo, nuestro centro ya está en Cristo, y eso requiere que nuestra manera de pensar y nuestros valores cambien. Podríamos describirlo como un “cambio de modo”. En la vida de fe, no podemos mantener el “modo antiguo” —la forma de pensar mundana—, sino que debemos pasar al “modo nuevo”: la perspectiva del cielo.
¿En qué consiste este “modo nuevo” según Pablo? Leemos en Colosenses 2:8 y siguientes que la iglesia estaba siendo sacudida por la filosofía griega y la corriente del gnosticismo. También, a partir de los versículos 16 al 23 del capítulo 2, se veían exigencias de corte legalista (en especial sobre festividades, lunas nuevas, sábado, regulaciones alimentarias, etc.). Pablo se preocupaba porque la iglesia de Colosas se encontraba tambaleando entre estos dos desafíos: la corriente secular basada en la filosofía helenista y el legalismo religioso-ritual. Aun cuando ambas corrientes parecen opuestas, en el fondo comparten el peligro de desdibujar la esencia del Evangelio.
Los afectados por el gnosticismo —surgido de la filosofía helenista— consideraban la cruz y la resurrección de Jesucristo como hechos meramente “materiales y de nivel bajo”, buscando en su lugar el ámbito puramente espiritual. Prestaban excesiva atención a la supuesta sabiduría esotérica, a la adoración de ángeles y a otras creencias que terminaban confundiendo a la iglesia. Para ellos, la “gnosis” (conocimiento espiritual) solo estaba al alcance de un grupo selecto, cuya “sabiduría especial” conducía a la salvación. Por este motivo, Pablo advierte: “Nadie os defraude de vuestro premio, deleitándose en la humillación y en la adoración de los ángeles” (Col. 2:18). Quienes sostenían que “Cristo no basta” eran aquellos que no se aferraban a Él como cabeza de la iglesia y estaban atrapados en el misticismo y el sentimiento de superioridad espiritual equivocados.
Por otro lado, la amenaza legalista afirmaba que la justicia se obtenía no por la gracia de Cristo sino por obedecer reglas y ritos específicos. Pablo criticó esto mismo en la epístola a los Gálatas, oponiéndose a los partidarios de la circuncisión externa, denominada “la de la carne”, pues la salvación se alcanza por fe, no por rituales. De igual manera, en Colosenses aclara que la observancia de días de fiesta, lunas nuevas y sábados no es el fundamento de nuestra salvación. Llama a estas prácticas “sombra de lo que ha de venir” (Col. 2:17) y afirma que la realidad pertenece a Cristo.
En síntesis, estos dos desafíos —la filosofía secular y el legalismo— estaban conmocionando a la iglesia. Frente a esta situación, Pablo exhorta con fuerza: “Buscad las cosas de arriba”. El motivo es claro: la esencia de la verdadera fe no está ni en la sabiduría filosófica mundana ni en la observancia de rituales religiosos, sino en el Evangelio centrado en Jesucristo, es decir, en el poder de la cruz y de la resurrección. Buscar las cosas de arriba significa fijar la mirada en “Cristo, que está sentado a la diestra de Dios” (Col. 3:1). Él venció el poder del pecado y de la muerte mediante su resurrección y ascensión, y por ello, aunque aquí en la tierra tengamos dificultades y sufrimientos, el creyente no debe olvidar su unión con Aquel que ha triunfado definitivamente.
El pastor David Jang, al igual que Pablo, aplica esta enseñanza a la iglesia y a los creyentes de hoy, subrayando reiteradamente la importancia de “cambiar al modo espiritual”. Si seguimos pensando solamente con parámetros seculares, aun cuando asistamos al culto y aprendamos la Palabra, terminaremos valorando más “las cosas de la tierra” que “las cosas de arriba”. No obstante, la Escritura manda claramente: “Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3:2). El verbo “pensar” o “poner la mira” no indica solo un ejercicio intelectual, sino también dónde ponemos nuestras afecciones e intereses. Si nuestra vida cotidiana se centra en el éxito, las posesiones o la fama, es que seguimos en el “modo terrenal”.
Por supuesto, esto no significa “desentenderse del mundo”. Pablo también trabajó para ganarse la vida fabricando tiendas; no abandonó el mundo. Pero en todo lugar y momento daba prioridad a predicar el Evangelio y a dar gloria a Dios. “No penséis en las cosas de la tierra” no es un llamado a ser irresponsables con nuestra vida terrenal, sino a recordar que nuestra esperanza final no está en los valores de este mundo, sino en “las cosas de arriba”.
Concretamente, la exhortación “Buscad las cosas de arriba” significa que nuestra vida en su conjunto se mueva por los valores del reino de Dios. Jesús describió este reino como justicia, amor, perdón, servicio, humildad, gozo, paz, generosidad y sacrificio. Pablo repite estos mismos conceptos en diversas epístolas. Si estamos unidos a Cristo, nuestra forma de ver el mundo debe parecerse a la de Jesús. La vida de fe no se reduce a celebraciones puntuales en Semana Santa o Navidad, sino que es el proceso diario de “vivir con Cristo resucitado”.
En Colosenses 3:3 leemos el motivo de esta exhortación: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. Nuestro viejo hombre ya ha muerto, y nuestra verdadera vida no pertenece a este mundo sino que está “escondida con Cristo en Dios”. El término “escondida” conlleva ideas de protección, seguridad y una futura revelación total. Aunque hoy no tengamos abundancia material, la vida verdadera está a salvo en la presencia de Dios y se manifestará plenamente al fin de los tiempos, o cuando venga Jesús. Por ende, la orden de “buscar las cosas de arriba” no es una simple negación del presente, sino una invitación a contemplar y disfrutar día a día la herencia celestial que ya nos ha sido dada.
Lo mismo se aplica a nuestro contexto actual. En esta sociedad moderna, se da gran importancia al logro visible, a la posesión material y al estatus. En redes sociales, la constante autocomplacencia y la medición del éxito por criterios meramente mundanos son comunes. Lamentablemente, la iglesia tampoco está exenta de estas influencias. A veces, incluso el mensaje cristiano se tergiversa, confundiéndose con la idea de que “la fe es un medio para alcanzar éxitos mundanos”. Sin embargo, Pablo insiste en que, sea un tipo de legalismo o una filosofía secular, cualquier doctrina que se aparte del Evangelio centrado en Cristo no tiene ningún valor real.
Por consiguiente, “Buscad las cosas de arriba — Desafíos seculares y el cambio al modo espiritual” es la tarea que todo creyente debe afrontar. Aunque en la iglesia se hable de “las cosas de arriba”, en la práctica, a menudo seguimos aferrados a “las cosas de la tierra”. Para superar esta contradicción, Pablo declara con claridad: “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba”. No es un simple consejo, sino un mandato que todo creyente ha de obedecer, un llamado a activar el “modo espiritual” y superar tanto la ambición mundana como el legalismo, confiando en el poder del Evangelio.
La iglesia como comunidad contribuye a que este cambio de modo se haga realidad. A través del culto, la predicación, la comunión y el servicio, pastores como David Jang animan a los creyentes a vivir “las cosas de arriba” de forma tangible. Sin embargo, en última instancia, cada persona debe obedecer de manera voluntaria, con la ayuda del Espíritu Santo, para hacer efectiva esta transformación. La exhortación “Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba” es una orden que nos invita a alinear nuestra perspectiva y nuestras prioridades con la visión celestial.
En definitiva, este mandato de Pablo para afrontar los desafíos seculares y el legalismo nos revela la profundidad de “buscar las cosas de arriba” y se puede sintetizar en la expresión “cambiar al modo espiritual”. Aunque tengamos los pies en la tierra, nuestro corazón y nuestro objetivo final están en el cielo. Esta actitud paradójica caracteriza la vida del “que ha resucitado con Cristo”.
3. Una vida muerta y resucitada – La esperanza de gloria y la práctica de la vida
En Colosenses 3:3-4, Pablo describe al creyente como aquel cuya vida “está escondida con Cristo en Dios” y añade: “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con Él en gloria”. Este pasaje apunta a la esperanza suprema del creyente: la llegada de la gloria y la consumación de la resurrección. En 1 Corintios 15, Pablo desarrolla ampliamente la doctrina de la resurrección y, en la misma línea, en Colosenses reafirma la certeza de la vida que, tras haber “muerto y resucitado”, sostiene día a día al creyente.
Cuando Pablo dice que el creyente “ha muerto”, no se refiere a un cambio superficial o a una leve mejora. Está hablando de una ruptura total con la vida anterior. En el Antiguo Testamento, el animal destinado al sacrificio debía morir para ser ofrecido a Dios. De igual manera, nuestro viejo hombre murió con Cristo en la cruz, dejando de estar bajo el dominio del pecado. “Haber resucitado con Cristo” significa que, liberados de la esclavitud del pecado y de la muerte, ahora vivimos totalmente para Dios. Nuestra realidad sigue desarrollándose en el mundo, pero nuestra esencia está “escondida con Cristo en Dios”.
En los funerales cristianos se canta a menudo el himno que proclama: “Su muerte es mi resurrección”. Esta alabanza, tan frecuente en los entierros, nos recuerda la fe en la resurrección: “morir y volver a la vida”. Desde el punto de vista del mundo, un funeral se asocia al dolor y a la despedida; pero en el caso de un creyente, se proclama la esperanza de la resurrección, evitando que sea un momento de completa desesperación. Es el privilegio de quienes poseen la vida eterna. Tal como dijo Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Jn. 11:25-26). Así, aunque el cuerpo físico muera, el creyente permanece en la vida eterna.
El pastor David Jang ha enseñado en diversas ocasiones el sentido práctico de esta fe en la resurrección. Para el creyente, no temer a la muerte no es un simple optimismo o una forma de autosugestión, sino que se basa en la convicción de que “la resurrección de Cristo garantiza nuestra propia resurrección”. Además, la fe en la resurrección no se limita al futuro, sino que influye poderosamente en la vida presente. Si comprendemos que la muerte física no es el fin, podemos elegir de manera más valiente y libre la senda que agrada a Dios. Incluso si esto nos acarrea pérdidas según el criterio del mundo, podemos resistir confiando en la recompensa y la gloria futuras.
¿Cómo debe vivir, entonces, aquel que posee una “vida muerta y resucitada”? Pablo ofrece una serie de exhortaciones éticas a partir de Colosenses 3:5 en adelante: “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría” (3:5). Esta es la conclusión lógica de haber optado por “las cosas de arriba” y rechazado “las de la tierra”. Quien ha muerto y ha resucitado con Cristo actúa de manera distinta a la de antes. Antes, vivía dominado por la codicia y el deseo, pero ahora adopta los valores celestiales y la vida eterna como sus parámetros.
La avaricia es idolatría, ya que situar los bienes materiales por encima de Dios es un pecado grave. En la sociedad contemporánea, la idolatría no se limita a inclinarse ante ídolos de piedra o madera. El culto al propio ego, la obsesión por el dinero, la fama o el poder pueden convertirse en ídolos modernos. Pablo insta a todo creyente, ya resucitado en Cristo, a abandonar por completo tales formas de idolatría mundana.
Para ello, necesitamos una vigilancia espiritual constante. Por más que conozcamos el Evangelio y asistamos a la iglesia, las tentaciones del mundo nos acechan a cada paso, ya sea en forma de legalismo o en forma de la filosofía y la cultura de moda. Precisamente en esos momentos, la conciencia de que “yo ya morí y resucité con Cristo” nos sostiene. Este hecho nos permite distanciarnos de la vieja forma de vida y tomar decisiones acordes a la nueva existencia que tenemos.
Asimismo, en Colosenses 3:4, Pablo declara: “Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con Él en gloria”, invitándonos a trascender el sufrimiento y la imperfección de esta etapa hacia su “consumación definitiva”. Si bien hoy podemos sentirnos cansados y desanimados ante las pruebas, la vida en Cristo nos garantiza una participación futura en la gloria celestial. La fe en la resurrección no ignora ni minimiza el dolor presente, sino que lo ubica en el marco del plan bondadoso de Dios, proporcionándonos el fundamento para superarlo.
A lo largo de la historia de la iglesia, muchos creyentes han soportado persecuciones e incluso el martirio, aferrándose a la esperanza de la resurrección y la vida eterna. Ni siquiera el sufrimiento extremo pudo apartarlos de su fe, porque la gracia de Jesucristo y la ayuda del Espíritu Santo les permitieron conservar la alegría y la valentía en medio de la tormenta.
Así, el cristiano que ha “muerto y resucitado” con Cristo vive con fidelidad en este mundo, mientras espera el día en que aparecerá “en gloria con Él”. Por eso, el creyente practica la humildad, el servicio y el amor, evangeliza y cumple su misión, convencido de que su trabajo terrenal no es en vano, ya que el Señor, a su tiempo, lo recompensará con creces. El pastor David Jang hace hincapié en la necesidad de vivir el Evangelio y de expandir el reino de Dios, pues quienes tienen la seguridad de la vida eterna adoran a Dios, aman a otros y anuncian la Verdad. De esta manera, se convierten en instrumentos de la gracia y el gobierno divino.
Además, la posición de Jesús “a la diestra de Dios” expresa que Él es el Rey supremo, dueño de toda autoridad y poder. El creyente, unido a Jesús, participa al final en este triunfo. Esa promesa es la esperanza del cristiano, que ve garantizada la victoria definitiva. Por ello, los sufrimientos y las luchas de hoy no son vanos: Dios tiene un tiempo perfecto para cada cosa y, en última instancia, brindará una restitución perfecta.
En síntesis, “Una vida muerta y resucitada – La esperanza de gloria y la práctica de la vida” se basa en la certeza de que nuestro futuro culminará en gloria, y muestra cómo hoy ponemos en práctica esa esperanza. Quien ha muerto y ha resucitado con Cristo ya no está sometido al pecado ni a la ley, ni a la filosofía o a la vanagloria mundana, sino que vive en libertad gracias a la gracia y al poder de la resurrección. Por ende, descartamos la codicia y la idolatría, y abrazamos el amor, la compasión, la humildad, la mansedumbre, la paciencia, el perdón y la reconciliación: el carácter mismo de Cristo. Esta es la vía de la ética cristiana que adelanta la gloria futura.
No es que transitemos este camino con nuestras propias fuerzas o a través del ascetismo. Se basa en la gracia que ya nos ha hecho ricos y libres, por la muerte y resurrección de Jesús. Alguien que exclama: “He hallado la vida eterna, he recibido salvación, he encontrado la Verdad y Cristo es mi satisfacción” no se aferra en demasía a las cosas vanas de este mundo. Esta gracia es la que nos permite vivir con una libertad espiritual que va más allá de los criterios seculares.
De la misma manera, incluso en los momentos finales de la vida, es decir, en un funeral cristiano, podemos cantar la esperanza de la resurrección. Lejos de ser una mera ceremonia de dolor, un funeral cristiano es una ocasión para proclamar la verdadera paz y gloria que aguardamos. Cuando se lee la promesa del Señor: “el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”, el ambiente se transforma de uno de tristeza absoluta a uno de fe y esperanza.
Del mismo modo, en la comunidad eclesial y el ministerio pastoral, constatamos el poder de esta “vida muerta y resucitada” a diario. Al ayudar a los hermanos débiles, al animar a quienes están desalentados, al llevar el Evangelio al mundo, la esperanza de la resurrección se hace patente. Pastores como David Jang, entre otros, trabajan para que la iglesia encarne profundamente esta fe. Y no se trata simplemente de un conocimiento teórico, sino de la transmisión de la potencia real del Evangelio en medio de la vida y la muerte.
En definitiva, en este mundo experimentamos abundancia y escasez, risas y lágrimas, éxitos y fracasos. Pero como poseedores de una “vida muerta y resucitada” en Cristo, jamás perdemos nuestra identidad. Aunque el mundo cambie y ataque, la fe en la resurrección es el ancla de nuestra alma, y la comunidad eclesial permanece firme gracias a esa fe. Y cuando venga el Señor en gloria, también nosotros seremos manifestados en gloria con Él.
Ese es el mensaje clave de Pablo. Nuestra identidad cristiana radica en haber muerto y resucitado con Cristo. Ya no estamos esclavizados al pecado o a la ley, ni a las filosofías vacías del mundo. La gracia de Jesucristo y el poder de Su resurrección nos han hecho libres, y desde ese lugar de libertad perseguimos “las cosas de arriba”. En ese proceso, vivimos e impulsamos valores y una ética que no pertenecen a este mundo, y esperamos con gozo la gloria venidera. Este es el poder de la fe en la resurrección y la proclamación central de Colosenses 3. Y pastores como David Jang, así como muchos otros líderes, siguen difundiendo y enseñando este Evangelio dinámico para que la iglesia encarne día tras día la “vida muerta y resucitada”.
En conclusión, en el primer punto examinamos la identidad y la gracia de los que han “resucitado con Cristo”. En el segundo, vimos cómo esa identidad se traduce en la búsqueda de “las cosas de arriba”, superando los desafíos seculares y el legalismo al cambiar al modo espiritual. Por último, en el tercer punto, exploramos la práctica real de quien posee esta “vida muerta y resucitada”, así como la esperanza de la gloria futura. Todos estos temas conforman un mensaje interconectado y representan la esencia de Colosenses 3. El creyente, habiendo desechado al viejo hombre y revestido el nuevo, se aferra a la vida eterna y a la esperanza de la resurrección. Y con esa fe, testifica del reino de Dios en la tierra y transforma el mundo imitando a Cristo. Este es el hilo conductor que atraviesa los tres puntos y que, en definitiva, evidencia el poder del Evangelio: en Cristo todo es hecho nuevo, y el creyente vive con una identidad y una esperanza inquebrantables.